11.10.2001 Poder, gusto y arquitectura (I)

En las sociedades primitivas el gusto de los individuos se confundía con el de sus clanes y tribus; su arquitectura vernácula era solo una artesanía más. Cuando surgen las clases dominantes hay un gusto aristocrático, al que el arte hace saltar barreras, y otro campesino que mantiene lo tradicional. Con la aparición de las ciudades, “donde el aire libera”, surge uno burgués y uno popular que lo imita. Pero es con los imperios que se establece, como política de estado, el gusto oficial. Desde Mesopotamia y el Antiguo Egipto pasando por Grecia y sobre todo por el Imperio Romano, y el Islámico (que tocó fuertemente a América con el mudéjar), hasta llegar al American way of life, la historia del gusto se confunde con la del gusto oficial; y cuando el poder de los commitanti  fue total, la imposición de su gusto también.

El primero, conocido, fue Amenofis IV (1370-1350 a.C.) que después de 3.000 años en los que el arte egipcio varió muy poco, abandonó Tebas y el politeísmo. En el corto reinado de Akhenaton, como se llamó a sí mismo en homenaje a su nuevo y único dios, Atón, representado por el disco solar, se produjeron en la corte de Tell El-Amarna, como hoy se conoce la ciudad a la que trasladó la capital del imperio, algunas de las obras maestras de la humanidad. Como los bustos del joven rey (el del Louvre) y el de su esposa la inolvidable reina Nefertiti (en Berlín). No se sabe si es del maestro escultor del rey, Thutmosis, aunque estaba en su taller, y probablemente tan sólo sea un modelo para sus retratos oficiales; de ahí el extraordinario realismo de una belleza exquisita que comienza a perder su juventud según indican las ligeras arrugas en las comisuras de sus finos labios. También quedaron las muchas y magníficas piezas de la famosa tumba de su yerno y sucesor Tutakanmón. Según Ernest Gombrich, esta reforma artística fue posible por la importación de Creta de obras menos conservadoras y rígidas que las egipcias. La maat   “verdad” del rey fue interpretada por sus artistas como “realismo” y “vida”.

Después de Carlo Magno, en Aquisgran, el gusto fue el de Dios pero también el de Allah. Con el Renacimiento de Papas, Príncipes y Reyes aparece Hispanoamérica, de la que Fernando Chueca Goitia dice que “el Cristianismo, el Idioma y la Arquitectura son los tres grandes legados que España ha dejado en este vasto continente" marcándolo con una huella indeleble. Es el Imperio de Felipe II, donde nunca se puso el sol. El rey Prudente, mecenas de empresas intelectuales, encarga a Juan de Herrera la construcción de ese “otro templo de Salomón”, como fray José de Sigüesa llamó al palacio-monasterio de El Escorial. La arquitectura de Herrera -anota Chueca Goitia- “es el intento de imponer un estilo oficial, suprarregional y unificador.” Luis XIV, que igual hubiera podido afirmar “Le Gout c´est moi!”, necesitó también un escenario para él y su corte: “Con él sólo importa la grandiosidad, la magnificencia y la simetría” decía madame de Maintenon, su última favorita y esposa secreta. El pintor Charles Le Brum fue el supervisor de todos sus proyectos artísticos, y Louis Le Vau el arquitecto encargado de remodelar el viejo pabellón de caza de Luis XIII; André Le Notre diseñó los jardines. Los tres habían trabajado para Nicolás Fouquet en Vaux-le-Vicomte cuya belleza fue la inspiración para el rey y la desgracia de su ambicioso ministro de finanzas.              

El incomparable Castillo y Parque de Versalles fue la razón, junto con las operas de Wagner, para que Luis de Wittelsbach, construyera a fines del XIX el famoso Jardín de Invierno de la Residenz de Munich y los castillos de Neuschwanstein, Herrenchiemsee, y Linderhof, al que bautizó “Meicost Ettal”, un anagrama de la famosa afirmación del Rey Sol: "L'Etat cet moi". En ellos el “rey loco” vivió su vida como de película (Luchino Visconti la filmó) y Waltt Disney se basó para su Castillo de la Cenicienta, cerca a Orlando, en la Florida. Luis II de Baviera quería hacer dos palacios más, uno bizantino y otro chino y un castillo gótico; fue el final de la Bell Epoque, que sucedió al Ancien Régime, y el inicio del kitsch.               

Columna publicada en el diario El País de Cali.  11.10.2001