18.01.2001 Poder, gusto y arquitectura (II)

Los revolucionarios franceses lo fueron poco en arquitectura: solo se les ocurrió recurrir al estilo imperial romano, en una versión teatral y recargada, pues supuestamente expresaba las virtudes de la vida republicana. Como dice Marx: “...en tales épocas de crisis revolucionaria se evocan angustiosamente los espíritus del pasado para ponerles a su servicio; se toman prestados sus nombres, sus consignas, sus costumbres, para representar con este viejo y venerable disfraz y con este parlamento tomado en préstamo la nueva escena de la historia.” Gusto divulgado, con tantas otras cosas de la Gran Revolución, por el Imperio Napoleónico y que por supuesto pronto imitaron los revolucionarios hispanoamericanos, que por iniciativa de Francia pasaron a ser latinoamericanos. Su arquitectura neoclásica, sin embargo, solo la pudieron poner en práctica a finales del XIX y pronto fue reemplazada por otra que parecia moderna y, después de la II Guerra Mundial, norteamericana.

Hitler, ese diabólico arquitecto frustrado, amante también de Wagner, que reemplazó la muy moderna Bauhaus por el historicismo neoclásico de Albert Speer y su teoría de las ruinas, ordenó sin embargo la destrucción de París -Versalles incluido- frustrado por la imposibilidad de que su arquitecto remodelara la capital del Tercer Reich para que lo que quedara de ella durara mil años más. “Berlín es una gran ciudad, pero no una ciudad cosmopolita [...] Tenemos que superar a París y Viena” le diría a Speer no mucho antes de convertirlo en su ministro de armamentos y posteriormente de la industria, en donde su gran eficacia como organizador hizo durar la guerra, según muchos, dos años más. “La de Hitler fue la primera dictadura de un Estado industrial en los tiempos de la técnica moderna...” se defendería Speer en Nuremberg.

Stalin purgó (también) el moderno constructivismo e impuso el realismo socialista. Los jóvenes maoístas, bajo el mando de "la banda de los cuatro" prohibirían a Shakespeare, Beethoven o Picasso con la misma lógica simplista y tremenda con que invirtieron los colores de los semáforos, convencidos de que se podía amordazar el arte. En Camboya, para que no quedara duda del odio de los Khmer Rouge por la cultura de las ciudades (pensaban resolver su milenario antagonismo con el campo suprimiendolas), Pol Pot abandonó a la selva los maravillosos y antiguos templos de Angkor e hizo desmantelar su catedral francesa. Los Talibán, con su cultura machista, violenta, oscurantista y dogmática, bajo la férula del Mullah Mohammed Omar, destruyeron los milenarios y altísimos Budas de pie, tallados en la roca en el siglo IV o V, en el valle de Bamiyán en Afganistán. Y desde luego lo de las Torres Gemelas, al contrario del Pentágono, no fue solo contra el Gobierno y los militares de Estados Unidos.

 Alemania unificada, y democrática ahora si, ha retomado la empresa de superar a París esta vez con la ayuda de arquitectos de muchas partes, como Sir Norman Foster, Premio Pritzker de 1999, quien ganó el concurso internacional para la remodelación del viejo y destruido Reichstag, reinaugurado hace más de un año en Berlín. En Bilbao los inversionistas descubrieron (una vez más, después de Barcelona y Sevilla) el poder de la arquitectura, para convertir su viejo enclave industrial en una nueva ciudad terciaria y del tiempo libre, sin destruir su casco tradicional, mediante el trabajo de famosos arquitectos, también de todas partes, incluido Frank Gehry tambien Premio Pritzker.

Como dice Ernest Gombrich: “Toda generación se rebela de algún modo contra las convenciones de sus padres; toda obra de arte expresa su mensaje a sus contemporáneos no sólo por lo que contiene, sino por lo que deja de contener.” En Colombia cada generación, con una actitud light, rechaza los gustos y costumbres con los que creció pero aunque no logra nuevos contenidos -no pasa de imitarlos- si abandona, como vejestorios, las auténticas pocas y viejas tradiciones de su vapuleada cultura; o las vulgariza, tergiversa y mal interpreta; o las embalsama, hasta acabar con ellas...conservándolas como nunca fueron y como no sirven.

Columna publicada por el diario El País de Cali. 18.10.2001