Columna publicada en el diario El País de Cali 13.2.2003
13.2.2003 Lo pertinente
La defensa de lo pertinente, no de lo nuestro
(noción antipática, chovinista, provinciana, ingenua e inútil), es precisamente
lo pertinente. De lo propio, si se quiere, pero no por nuestro sino por
pertinente. Como nos enseñó Fernand Braudel, la historia (y por tanto la
cultura) comienza con la geografía. Son el clima, la topografía y el suelo, que
definen el paisaje y los recursos, incluyendo la mano de obra y por supuesto
los clientes y usuarios, los que generan las tradiciones arquitectónicas y
entre estas, muy especialmente, la forma como se implantan las edificaciones
formando espacios urbanos y la manera como se proyectan, construyen, usan y
valoran.
Pero todo esto fue olvidado aquí a lo largo del
siglo pasado por una modernidad importada que impuso a toda costa sus formas e
imágenes, al punto de que cuando no se pudo construir se procedió al menos a
demoler sumariamente lo que era visto como viejo. Este comportamiento,
explicable sobre todo por la ignorancia y exacerbado por la codicia y la
corrupción, tuvo, es cierto, algunos aciertos, casi siempre puntuales, pero
significo la destrucción de buena parte del patrimonio urbano y arquitectónico
colombiano. O casi, pues nos resta aun su memoria. Ya no podemos recobrar los
artefactos, como quisieran muchos restauradores, pero si sus ejemplos e ideas.
Firmemente parados en nuestros climas, paisajes, recursos y tradiciones
podremos, ahí si, digerir toda la información que nos llega del mundo
desarrollado, que no podemos ni debemos evitar.
Siguiendo
a Kenneth Frampton (El regionalismo crítico: arquitectura moderna e identidad
cultural ), no se trata de la evocación simplista de lo vernáculo sentimental
o irónico, sino de una propuesta compleja para llegar a una verdadera
arquitectura que al tiempo que tome lo que resiste de lo vernáculo incluya lo
pertinente de lo actual y universal. No es pues una vuelta tardía al ethos de
una cultura popular (puesta en acción cíclicamente por la demagogia de formas
varias de populismo), sino un decidido avance hacia lo original: hacia los
orígenes, como diría Nicolás Gómez Dávila. Al fin y al cabo los nuestros se
hunden a través de España en el Mediterráneo hasta los inicios mismos de la
arquitectura y las ciudades en Egipto y Mesopotamia, en donde se inventaron (o
descubrieron) esos patios y calles, en este orden, que acompañaron todas las
ciudades y pueblos de tradición colonial del país. En pocas palabras, se trata
de una arquitectura “de resistencia” a las modas internacionales.
Conservar
bien el patrimonio construido que queda, incluyendo lo pertinente del moderno,
se vuelve entonces doblemente importante pues implica no solo de conservar los
objetos en sí mismos sino en la medida en que permiten entender las ideas que
ilustran. Defender el patrimonio construido ya no podrá ser más reconstruir lo
viejo, que se destruyó, sino construir lo nuevo con las mejores y aun
pertinentes características de lo viejo. Tomar lo mejor del patrimonio como
modelo para lo nuevo, con las modificaciones imprescindibles para que sea
tambien actual, es lo pertinente y no esa ingenuidad de creer que se pueden
inventar la arquitectura y las ciudades de nuevo, como se pretendió a lo largo
del siglo XX.
Esta
pertinencia de lo apropiado es evidente en los aciertos de la
refuncionalización de los espacios construidos tradicionales iniciada en
Europa, hace ya varias décadas, después de que se comprobara el desacierto de
la aplicación masiva, al terminar la guerra, de las ideas del urbanismo
moderno. Allá, cada vez más, por ejemplo, se sustituyen los viaductos por pasos
subterráneos y se amplían los andenes disminuyendo las calzadas. Mientras tanto
aquí seguimos demoliendo todo lo que nos parece viejo y copiando apenas lo
novedoso, como esas torres y autopistas que denominamos así aunque no lo sean,
sometidos a la propaganda que hacen las metrópolis para exportar su
arquitectura de revista (moderna, primero, y posmodernista después), que aunque
no nos sea pertinente adoramos en esta cultura nuestra tan dependiente y
frívola
Columna publicada en el diario El País de Cali 13.2.2003
Columna publicada en el diario El País de Cali 13.2.2003
06.02.2003 Modernidad y (mal) gusto
Como en toda sociedad que sufre cambios grandes
y muy rápidos, en Colombia tratamos de ocultar nuestros orígenes y su estética.
Los cartageneros no quieren ver su ciudad otra vez amarrilla como lo fue en los
tiempos del cólera y no quieren vivir dentro de sus murallas. En Cali odiamos
el gris nube con que el Ministerio de Obras pintaba todos los edificios
públicos en el país en la primera mitad del siglo pasado, y como lo conserva el
Colegio de Maria Auxiliadora en San Fernando entre otros, dizque por que nos
recuerda el cementerio, que tambien lo conserva.
Una
de las consecuencias más graves de la modernidad a medias y a pedazos de estos
países, que no la produjeron sino que la imitaron, a sido el mal gusto
generalizado que produjo al desbaratar sus tradiciones. El paso de la
arquitectura vernácula –artesanal- a la arquitectura popular, construida
imitando de manera deformada la arquitectura moderna del Estado y los más
ricos, cayó fatalmente en lo kitsch. La arquitectura moderna fue diseñada por
los nuevos profesionales de la edilicia, esos arquitectos de universidad que
armados de una estética sumariamente importada se empeñaron en acabar con todo
lo que no fuera moderno. El urbanismo comenzó a ser pensado solo para los
carros, en donde casi no los había. Se demolieron “casas viejas” para ampliar
las calles (lo que no se logró), e incluso para zonas verdes en ciudades
rodeadas por grañidísimas y verdes montañas como suelen ser las colombianas.
Los edificios altos para cualquier cosa se volvieron recurrentes pese a que
casi nunca se necesitan y que solo favorecen a sus codiciosos propietarios. Mas
moda que verdadera modernización, nuestra modernidad malogró el paso de las
pequeñas poblaciones a los grandes asentamientos actuales impidiéndoles seguir
siendo ciudades bellas, solo que mas grandes y con ensanches nuevos.
Fueron tales las ansias de modernizar las
ciudades colombianas y tan precarios y pequeños sus cascos viejos que en la
mayoría de los casos no se conservaron, como sí paso en Europa con sus grandes
y consolidados centros históricos un siglo antes. Allá, en donde se produjo la
modernidad en la arquitectura y el urbanismo, y en general en el arte, hubo
tiempo para domeñarlos y, afortunadamente, no mucho espacio para aplicarlos tal
cual. Sin embargo aun hace daños de vez en cuando, los que con frecuencia nos
son presentados en las revistas de arquitectura como la actualidad que debemos
imitar, lo que hacemos de inmediato, claro esta, causando aun mas daños aquí.
Cambiar las tradiciones por una modernidad que
no se entiende inevitablemente lleva al mal gusto pues la cultura se queda sin
norte. Y peor aun cuando se mezclan tradiciones y modernidad como suele pasar
con frecuencia entre nosotros. Esa combinación, el máximo del “buen gusto”
mundano, produce el peor mal gusto cuando se vulgariza pues pierde el orden, la
mesura y el propósito. Ignorando la historia de la humanidad, la belleza pasó
entre nosotros a ser algo “lujoso” o al menos no prioritario. El gusto ya no se
discute pues se cree equivocadamente que no es objetivo, pasando por alto que
desempeña funciones de vida o muerte (quién come cosas de apariencia fea, mal
olor o peor sabor). Desde luego entender la relación entre belleza, patrimonio
y calidad de vida en las ciudades no es tan claro pero no por ello menos
importante: todo lo contrario.
La
reacción a sido de doble filo. Al lado de loables esfuerzos por estudiar el
patrimonio y conservarlo, apareció un conservacionismo nostálgico e ignorante,
las mas de las veces, que condujo rápidamente al folclorismo como se ve con
frecuencia en San Antonio, en Cali, por ejemplo. En contra de las normas y ante
la indiferencia de las autoridades, se ha terminado por “conservar” lo que
nunca existió allí (al punto de que cada vez parece mas un pueblo mejicano de
película mala y no el barrio blanco y sencillo que fue), mientras se construyen
fatales sobre elevaciones que destruyen lo que siempre fue: un barrio de calles
paramentadas y casas de patios de uno y a veces dos pisos.
Columna publicada en el diario El País de Cali 06.02.2003
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