La arquitectura y el urbanismo
modernos, que pretendían compartir universalmente las bondades del avance
científico-técnico, se instalaron rápidamente en los países sub desarrollados
por su acuciante necesidad de ponerse al día y por un malentendido desarrollo.
El resultado, independientemente de la calidad de los edificios en si mismos,
que con los años se fue perdiendo, fue que se alteró negativamente el contexto
urbano de unas ciudades que al tiempo estaban creciendo muy rápido y su
“planeación” fue rebasada por los interese del negocio en que se convirtió su
suelo.
La
primera labor de las oficinas de Planeación debería ser consolidar un nuevo
modelo urbano que se sume al patrimonio construido que heredamos, y no que lo
destruya, logrando así verdaderas ciudades postmodernas, por lo contextuales y
sostenibles. Infortunadamente esta labor es incompatible con la premura de los
alcaldes populares que en su corto período pretenden transformar sus ciudades y
pueblos siguiendo nociones simplistas y revaluadas de la arquitectura y el
urbanismo modernos que aun permanecen en nuestra (in) cultura.
Cali,
por ejemplo, es producto de la superposición masiva pero incompleta del modelo
moderno, en su versión mas vulgar y mercantilista, sobre una pequeña ciudad
tradicional. Se impusieron los antejardines y los paramentos pasaron a ser un
límite violado de entrada con el permiso de hacer voladizos, y se dispararon
las alturas con enormes culatas, generando ese espacio chatarra que nos
acompaña por todas partes, pues no se conservó integro ningún sector ni se ha
realizado uno nuevo que sea homogéneo (como el Centro Internacional en Bogotá).
Las
nuevas construcciones entre medianera deberían ajustarse al paramento y altura
dominantes en la cuadra, y tener sólo balcones (que no vayan de lado a lado)
que den sombra a las fachadas. Y los edificios que se necesite que sean mas
altos deberán ser exentos desde abajo, con fachadas por todos los lados y antejardines amplios y sin cerrar, y tener
como limite el paramento de sus vecinos (como las Torres del Parque en Bogotá),
resolviendo las medianerías, cuando las haya, con volúmenes propios.
Para
ellos se precisan lotes grandes, lo que se dificulta en el Centro pero no a lo
largo del corredor férreo, que es en donde podrían estar los mas altos, si este
se convirtiera en la columna vertebral del transporte urbano, mirando a la
cordillera y no tapándola. El problema es la propiedad privada del suelo, por
lo que cada cual quiere exprimir su lote sin importarle los demás ni la ciudad.
Lo que sería fácilmente solucionable mediante un impuesto predial disuasivo que
obedezca a la planeación urbana y no a la especulación inmobiliaria.
De
ahí, la necesidad de alcaldes con una mínima preparación en el tema, y la
reelección indefinida de los mejores; o por lo menos que la tengan los
responsables de Planeación. A nadie se le pasa por la cabeza un ministro de
finanzas o de salud que no sepan de sus campos respectivos. Los buenos ejemplos
de alcaldes que duran muchos años abundan en el mundo (otra cosa sería Bogotá
si hubiera continuado Peñalosa, quien se preparó para serlo), y en muchas
partes servicios como el transporte
son autoridades autónomas, como debería
ser Planeación.
Columna publicada en el diario El País de Cali.