El que aun algunos consideran el edificio más
importante del fin de siglo “peló el cobre”. Su forro de caras laminas de
titanio, cada vez mas manchadas, abolladas y rayadas, y desde el principio
abombadas, y de difícil mantenimiento y reposición, anuncia su vejez de latas
baratas, que fue precisamente como Frank Gehry comenzó como escultor su
arquitectura espectáculo en California. Solo al atardecer y caminando medio
kilómetro al otro lado de la Ría, o coronando los seis pisos del cercano
puente, se puede apreciar su fotografiada belleza: el altísimo pórtico,
reflejado en el agua, dividiendo sus retorcidos volúmenes como en una gran
fachada clásica. Sin embargo, la entrada está es al otro lado, en el que las
divulgadas fotos, desde la estrecha calle que allí desemboca, ocultan los sosos
volúmenes azules de las oficinas. Y debajo de su desmedido letrero está es la
terraza de la cafetería, y hay que bajar por una escalinata incomoda, igual que
la que rodea el edificio, o la que lleva al “mirador” al otro lado del puente,
hoy pintarrajeado, que solo cobran sentido desde lejos.
El alto vestíbulo, una
“deconstrucción” del espacio único del Guggenheim de Wright en Nueva York,
tiene unos ángulos interesantes. Pero sus “muros“ blancos, junto con el gris de
los gruesos apoyos horizontales de las vidrieras, que invaden los vacíos laterales,
y de la ventanería interna, que oculta la falta de diseño de escaleras y
ascensores, deslucen adentro la acertada coloración exterior de piedra y
titanio. La estructura metálica, propia de una escultura de yeso, esta oculta
por tabiques, o “sillares” que apenas son delgadas laminas, del mismo tamaño de
las metálicas, y puestas como si lo fueran. Las salas, alrededor, son mejores
en la medida en que son comunes y corrientes, sin aberturas, amplias,
rectangulares, blancas y con piso de madera, al contrario de los descuidados de
cemento del resto del edificio. Pero la nave “abovedada“ que alberga la gran
escultura recorrible de Richard Serra la deja sin respiro y en su inicio sigue
inútilmente sus sugerentes curvas; sin duda hubiera quedado mejor sola y a cielo
abierto.
Pero al contrario
de lo que vaticinó Philip Johnson, lo que Gehry casi “jode” en Bilbao no fue el
arte sino la arquitectura. Pero en Panamá, inteligentemente, y con los
computadores que le permiten diseñar y construir así, pronto reemplazó la fácil
clonación inicial de su museo de Bilbao, poniendo a volar sobre salas y
acuarios los característicos techos rojos de las bases militares de la Zona del
Canal, sacándose de la manga el que será el Museo de la Biodiversidad. Ojala se
puedan limpiar, y no lo demanden, como lo hizo el MIT por las deficiencias de
su nuevo Stata Center. Luego los pintó de colores, en acertada consideración al
trópico y resolviendo la animadversión que allá le tienen a esa acertada
arquitectura. En conclusión, todo un ejemplo de lo que deberíamos hacer con las
publicitadas obras de la “estrellas”, que algunos aquí calcan tal cual en
nuestras ciudades, ignorando que la forma de sus edificios debería volver a
surgir de nuestros climas y preexistencias urbanas, y no de las revistas que
nos llegan, pues hasta allá pocos van, o si van miran pero no ven.
Columna publicada en el diario El País de Cali 18.09.2008
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