06.02.2003 Modernidad y (mal) gusto

Como en toda sociedad que sufre cambios grandes y muy rápidos, en Colombia tratamos de ocultar nuestros orígenes y su estética. Los cartageneros no quieren ver su ciudad otra vez amarrilla como lo fue en los tiempos del cólera y no quieren vivir dentro de sus murallas. En Cali odiamos el gris nube con que el Ministerio de Obras pintaba todos los edificios públicos en el país en la primera mitad del siglo pasado, y como lo conserva el Colegio de Maria Auxiliadora en San Fernando entre otros, dizque por que nos recuerda el cementerio, que tambien lo conserva.

Una de las consecuencias más graves de la modernidad a medias y a pedazos de estos países, que no la produjeron sino que la imitaron, a sido el mal gusto generalizado que produjo al desbaratar sus tradiciones. El paso de la arquitectura vernácula –artesanal- a la arquitectura popular, construida imitando de manera deformada la arquitectura moderna del Estado y los más ricos, cayó fatalmente en lo kitsch. La arquitectura moderna fue diseñada por los nuevos profesionales de la edilicia, esos arquitectos de universidad que armados de una estética sumariamente importada se empeñaron en acabar con todo lo que no fuera moderno. El urbanismo comenzó a ser pensado solo para los carros, en donde casi no los había. Se demolieron “casas viejas” para ampliar las calles (lo que no se logró), e incluso para zonas verdes en ciudades rodeadas por grañidísimas y verdes montañas como suelen ser las colombianas. Los edificios altos para cualquier cosa se volvieron recurrentes pese a que casi nunca se necesitan y que solo favorecen a sus codiciosos propietarios. Mas moda que verdadera modernización, nuestra modernidad malogró el paso de las pequeñas poblaciones a los grandes asentamientos actuales impidiéndoles seguir siendo ciudades bellas, solo que mas grandes y con ensanches nuevos.

Fueron tales las ansias de modernizar las ciudades colombianas y tan precarios y pequeños sus cascos viejos que en la mayoría de los casos no se conservaron, como sí paso en Europa con sus grandes y consolidados centros históricos un siglo antes. Allá, en donde se produjo la modernidad en la arquitectura y el urbanismo, y en general en el arte, hubo tiempo para domeñarlos y, afortunadamente, no mucho espacio para aplicarlos tal cual. Sin embargo aun hace daños de vez en cuando, los que con frecuencia nos son presentados en las revistas de arquitectura como la actualidad que debemos imitar, lo que hacemos de inmediato, claro esta, causando aun mas daños aquí.

Cambiar las tradiciones por una modernidad que no se entiende inevitablemente lleva al mal gusto pues la cultura se queda sin norte. Y peor aun cuando se mezclan tradiciones y modernidad como suele pasar con frecuencia entre nosotros. Esa combinación, el máximo del “buen gusto” mundano, produce el peor mal gusto cuando se vulgariza pues pierde el orden, la mesura y el propósito. Ignorando la historia de la humanidad, la belleza pasó entre nosotros a ser algo “lujoso” o al menos no prioritario. El gusto ya no se discute pues se cree equivocadamente que no es objetivo, pasando por alto que desempeña funciones de vida o muerte (quién come cosas de apariencia fea, mal olor o peor sabor). Desde luego entender la relación entre belleza, patrimonio y calidad de vida en las ciudades no es tan claro pero no por ello menos importante: todo lo contrario.

La reacción a sido de doble filo. Al lado de loables esfuerzos por estudiar el patrimonio y conservarlo, apareció un conservacionismo nostálgico e ignorante, las mas de las veces, que condujo rápidamente al folclorismo como se ve con frecuencia en San Antonio, en Cali, por ejemplo. En contra de las normas y ante la indiferencia de las autoridades, se ha terminado por “conservar” lo que nunca existió allí (al punto de que cada vez parece mas un pueblo mejicano de película mala y no el barrio blanco y sencillo que fue), mientras se construyen fatales sobre elevaciones que destruyen lo que siempre fue: un barrio de calles paramentadas y casas de patios de uno y a veces dos pisos.

Columna publicada en el diario El País de Cali 06.02.2003